viernes, 22 de mayo de 2015

El Hombre que habla con los tigres capítulo 7- cuentos y anécdotas

El Hombre que habla con los tigres capítulo 7- cuentos y anécdotas


La enseñanza que le dio el hombre a su loro, se replicó en los demás loros y le de ser comido por los tigres.

Poco a poco, sin embargo, aprendió a decir todo de corrido, gracias a los cascos de naranja, que la gustan mucho. Hasta que una mañana, el hombre soltó a su loro por la chimenea de la cocina, en el momento en el que pasaba volando una bandada que iba a comer al naranjal y el loro del hombre fue con ella.

Y en cuanto se halló en libertad a la vista de tantas ricas naranjas, se puso loco de contento y comenzó a gritar: Estoy… sitiado… en el monte… por los tigres… en el rió de Oro. Y no decía sino eso, como hacen los loros cuando acaban de aprender una cosa nueva.

Los demás loros estaban también encantados oyendo hablar a su compañero y en pocos días aprendieron las palabras. Solo que al principio repetían mal y decían, por ejemplo: Estoy tigre de oro y otros decían: Río de tigre en sitiado por oro estoy monte del.

Con el ejercicio llegaron a decir bien. Y, como las bandadas de loros se juntaban al atardecer para ir a dormir lejos del naranjal, todos los loros que había en el país aprendieron las palabras las cuales enseñaron a otras bandadas que llegaban de paso. De modo que al salir el sol y al atardecer, todo el cielo, a diez leguas a la redonda, tronaba con la voz de los loros que decían: Estoy sitiado en el monte por los tigres en el rió de oro.
Esto era lo que el hombre había esperado, y como cada día nuevos loros aprendían la lección, era imposible que algún hombre no llegara a oír el pedido de auxilio que repetían los loros.

Así paso en efecto. Y para gran casualidad, fue un amigo mismo del hombre el primero que oyó a los loros. Este amigo que viajaba en aeroplano, al pasar volando por encima del monte atravesó por en medio de una inmensa bandada de loros que iban a dormir. Y con gran sorpresa oyó lo que decían y comprendió que se trataba de su amigo que vivía solo en el rió de Oro. 

Cambio en seguida de dirección y con un largo viraje y, dos horas después, comenzó a oír el rugido de los tigres. En un instante bajo desde las nubes y mientras los tigres, desesperados de rabia, daban tremendos saltos para alcanzar la hélice con las uñas, el amigo del hombre pasaba y repasaba volando encima de ellos a toda velocidad y los mataba a tiros.
Ni un tigre quiso huir; todos fueron cayendo uno a uno, y aun en la agonía, se arrastraban todavía rugiendo, hasta la puerta del hombre para matarlo.
Pero el hombre que al oír el lejano ronquido del aeroplano había comprendido de lo que se trataba, ayudaba también al exterminio de sus implacables enemigos con un revolver que le había tirado el aviador.

Así concluyo la lucha a muerte entre el hombre y los tigres. El hombre había recibido muchas heridas en la lucha, que no eran de gravedad. Y, como deseaba descansar por un tiempo, ese mismo atardecer se fue con su amigo en el aeroplano. Y durante un rato pasaron por en medio de grandes bandadas de loros que se retiraban a dormir y que iban pidiendo auxilio todavía. Los dos amigos se rieron, pero el hombre no se olvidó nunca del servicio que sin querer le habían prestado los loros.

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