Descubre el terror oculto en los montes argentinos con este relato estremecedor. Un grupo de cazadores enfrentados a un tigre siniestro, en una noche de suspenso, muerte y una moraleja que jamás olvidarás.
El Monte y Sus Sombras Ocultas
Una vez en mi vida tuve mucho más miedo que en cualquier otra ocasión. Hasta Juancito lo sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero tampoco dejamos un instante de fumar, lo que, sin proponérnoslo, delataba nuestro miedo.
Cazábamos desde esa mañana en El Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin duda, había sido batido con poca anterioridad pues la caza escaseaba y los machetazos recientes en las malezas abundaban. Apenas si de ocho a diez veces nos destrozamos las piernas en la caraguatá tras de un cuatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato, se internaron de nuevo y ahí comenzó la verdadera pesadilla.
Primeras Señales: El Silencio Roto
Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres largas horas. Entonces, a las dos de la tarde aproximadamente, nos sobresaltó el grito de alerta de un perro.
Dejamos de hablar, prestando oído. Siguieron otros gritos, y en seguida, los ladridos desesperados de rastro caliente. Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.
La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al oeste. Cesaron un rato y ya habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetándonos tras de un árbol. Precaución más que necesaria tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.
Los ladridos eran, momento a momento, más claros. Fuera lo que fuese, el animal venía derecho a estrellarse contra nosotros.
He cazado algunas veces; sin embargo, el wínchester me temblaba en las manos con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más allá de diez metros. Jamás había observado un horizonte cerrado de malezas con más fijeza y angustia que en esa ocasión.
El Silencio Que Precede a la Tragedia
La corrida estaba ya encima de nosotros, cuando de pronto el ladrido cesó bruscamente, como cortado de golpe por la mitad. Los veinte segundos subsiguientes fueron una eternidad. Pero el animal no apareció y el perro no ladró más. Nos miramos asombrados. Tal vez hubiera perdido el rastro; mas, por lo menos, debía estar ya al lado nuestro, con las llamadas de Juancito.
Al rato sonó otro ladrido, esta vez a nuestra izquierda.
—No es Black —murmuré, mirándolo sorprendido.
Y el ladrido se cortó de golpe, exactamente como el anterior.
Juancito, el peón y yo queríamos cazar al tigre, pero él cazó nuestros perros, y por poco nos caza también a nosotros. Nos salvamos por muy poco.
La situación era ya insostenible, y de golpe, nos estremecimos todos al recordar lo que esa madrugada Juancito nos había contado de los tigres siniestros del Palometa. Era la primera vez que cazaba con él.
El Cazador Que Caza Cazadores
Apenas uno de estos tigres siente los perros, se agazapa sigilosamente tras un tronco, en su propio rastro o de un anta, gama o augara, si le es posible. Al pasar el perro corriendo, de una manotada le quita de golpe vida y ladrido. En seguida va al otro y así con todos. De modo que al anochecer, el cazador se encuentra sin perros en un monte de tigres psicólogos. Lo demás es cuestión de tiempo.
Lo que había pasado con nuestros perros era demasiado parecido para no sentir un nudo en la garganta. Juancito los llamó, con uno de esos aullidos largos de los cazadores de monte. Escuchamos atentos. Al sur esta vez, pero lejos, un perro respondió. Ladró de nuevo al rato, aproximándose visiblemente.
Nuestra conciencia angustiada estaba ahora entera en ese ladrido, esperando que no se cortara. Y otra vez, el grito tronchado de golpe. ¡Tres perros muertos! Nos quedaba aun otro, pero a este no lo vimos nunca más.
La Noche del Miedo Vivo
Ya eran las cuatro, el monte comenzaba a oscurecerse. Emprendimos el mudo regreso a nuestro campamento, una toldería abandonada, sobre el estero del Palometa. Anselmo, que fue a dar agua a los caballos, nos dijo que, en la orilla, a veinte metros de nosotros, había una sierva muerta.
Nos acostamos alrededor de la fogata, precaución afirmada por la noche y los cuatro perros muertos. Juancito quedó en guardia.
A las dos me desperté. La noche estaba oscura y nublada. El monte altísimo al lado nuestro reforzaba la oscuridad con su masa negra. Me incorporé en un codo y miré a todos lados. Anselmo dormía, Juancito continuaba sentado al lado del fuego, alimentándolo despacio. Miré otra vez el monte rumoroso y me dormí.
A la media hora me desperté de golpe. Había sentido un rugido lejano, sordo y prolongado. Me senté en la cama y miré a Anselmo; estaba despierto, mirándome a su vez. Me volvió a Juancito.
—¿Toro? —le pregunté, en una duda tan legítima como atormentadora.
—Tigre.
Nos levantamos y nos sentamos al lado del fuego. Los mugidos se reanudaron. ¿Qué íbamos a hacer? Desde ese instante, no dejamos un momento de fumar, apretando el cigarrillo entre los dedos con fuerza. Durante media hora, tal vez, los mugidos cesaron. Y empezaron de nuevo, mucho más cerca, a intervalos ríticos.
En la espera angustiosa de cada grito del animal, el monte nos parecía desierto en un vasto silencio; no oíamos nada, con el corazón en suspenso, hasta que llegaba la pesadilla sonora de ese mugido obstinado rastreando a ras del suelo.
El Acecho Invisible
Tras una nueva suspensión, tan terrible como lo contrario, recomenzaron en dirección distinta, precipitados esta vez.
—Está sobre nuestro rastro —dijo Juancito.
Bajamos la cabeza y nos miramos hasta que fue de día. Durante una hora, los mugidos continuaron, a intervalos fijos, dolorosos, ahogados, sin que una sola vez se interrumpiera esa monotonía terrible de angustia errante.
Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa noche que pasamos al lado del fuego sin hablar palabra, envenenándonos con el cigarrillo, sin dejar de oír el mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y estaba sobre nuestro rastro.
El Amanecer Que Nos Salvó
Una hora antes de amanecer cesaron, y no los oímos más. Cuando fue de día, nos levantamos; Juancito y Anselmo tenían la cara terrosa, cruzada de pequeñas arrugas. Yo debía estar igual.
Llevamos al riacho a los pobres caballos, en un continuo desasosiego. Vimos la cierva muerta, pero ahora despedazada y comida.
Durante esa hora en que no lo oímos, el tigre se había acercado en silencio por el rastro caliente; nos había observado sin cesar, contándonos uno a uno, a quince metros de nosotros. Esa indecisión característica de todos modos en el tigre nos salvó, pero comió la sierva. Cuando pensamos que una hora seguida nos había acechado en silencio, nos sonreímos mirándonos; ya era de día, por lo menos.
Moraleja Final
En el monte, el cazador puede creer que domina, pero siempre habrá una sombra, una bestia o un miedo acechando en silencio, paciente, esperando su momento. Jamás subestimes la astucia de la naturaleza, porque cuando crees haber ganado, es cuando el verdadero peligro está más cerca.
Juancito, el peón y yo queríamos cazar al tigre pero el cazo nuestros perros, y por poco nos caza también a nosotros, nos salvamos por muy poco.
Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa noche que pasamos al lado del fuego sin hablar una palabra, envenenándonos con el cigarrillo, sin dejar de oír el mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y estaba sobre nuestro rastro.
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