jueves, 21 de agosto de 2014

Cuatro Perros Muertos a Manos de un Tigre

Cuatro Perros Muertos a Manos de un Tigre
Aqui encuentra todos los cuentos y anecdotas de animales, los anomales mas peligrosos como el tigre, como este que es un cuento de Argentina.
Juancito, el peón y yo queríamos cazar al tigre pero el cazo nuestros perros,  y por poco nos caza también a nosotros, nos salvamos por muy poco.

Una vez en mi vida tuve mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero tampoco ninguno dejo un momento de fumar, lo que denotaba su miedo.


Cazábamos desde esa mañana en El Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin duda había sido batido con poca anterioridad pues la caza faltaba y los machetazos abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el caraguata tras de un cuatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se internaron de nuevo.

Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres horas. Entonces a las dos más o menos, nos llegó el grito de alerta de un perro. Dejamos de hablar prestando oído. Siguió otro grito, y en seguida, los ladridos de rastro caliente.
Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.

La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al oeste. Cesaron un rato; y ya habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetándonos tras de un árbol, precaución más que necesaria, tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.

Los ladridos eran, momento, a momento más claros. Fuera lo que fuera, el animal venia derecho a estrellarse contra nosotros.
He cazado algunas veces; sin embargo, el wínchester me temblaba en las manos con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más allá de diez metros. Por otra parte, jamás he observado un horizonte cerrado  de malezas con más fijeza y angustia que en esa ocasión.

La corrida estaba ya encima de nosotros, cuando de pronto el ladrido ceso bruscamente, como cortado de golpe por la mitad. Los veinte segundos subsiguientes fueron fuertes; pero el animal no apareció y el perro no ladro más. Nos miramos asombrados. Tal vez hubiera perdido el rastro; mas, por lo menos, debía estar ya al lado nuestro, con las llamadas de Juancito.

Al rato sonó otro ladrido, esta vez a nuestra izquierda. No es Black- murmure mirándolo sorprendido. Y el ladrido se cortó de golpe, exactamente como el anterior.

La cosa era un poco fuerte y, de golpe, nos estremecimos todos a la misma idea. Esa madrugada, de viaje, Juancito nos había enterado de los tigres siniestros del Palometa (Era la primera vez que yo cazaba con el). Apenas uno de ellos siente los perros, se agazapa sigilosamente tras un tronco, en su propio rastro o de un anta, gama o augara, si le es posible.

Al pasar el perro corriendo, de una manotada le quita de golpe vida y ladrido. En seguida va al otro y así con todos. De modo que al anochecer, el cazador se encuentra sin perros en un monte de tigres sicólogos. Lo demás es cuestión de tiempo.

Lo que había pasado con nuestros perros era demasiado parecido para que no se nos apretara un poco la garganta. Juancito los llamo, con uno de esos aullidos largos de los cazadores de monte. Escuchamos atentos. Al sur esta vez, pero lejos, un perro respondió. Ladro de nuevo al rato, aproximándose visiblemente.
Nuestra conciencia angustiada estaba ahora toda entera en ese ladrido para que no se cortara. Y otra vez el grito tronchado de golpe. ¡Tres perros muertos! Nos quedaba aun otro, pero a este no lo vimos nunca más.

Ya eran las cuatro, el monte comenzaba a oscurecerse. Emprendimos el mudo regreso a nuestro campamento, una toldería abandonada, sobre el estero del Palometa. Anselmo, que fue a dar agua a los caballos, nos dijo que en la orilla, a veinte metros de nosotros, había una sierva muerta.

Nos acostamos alrededor de la fogata, precaución que afirmaban la noche y los cuatro perros muertos. Juancito quedo en guardia.

A las dos me desperté. La noche estaba oscura y nublada. El monte altísimo al lado nuestro reforzaba la oscuridad con su masa negra. Me incorpore en un codo y mire a todos lados. Anselmo dormía, Juancito continuaba sentado al lado del fuego, alimentándolo despacio. Mire otra vez el monte rumoroso y me dormí.

A la media hora me desperté de golpe; había sentido un rugido lejano, sordo y prolongado. Me senté en la cama y mire a Anselmo; estaba despierto, mirándome a su vez. Me volví a Juancito.
¿Toro?- le pregunte en una duda tan legítima como atormentadora
-Tigre.

Nos levantamos y nos sentamos al lado del fuego. Los mugidos se reanudaron ¿Qué íbamos a hacer? Desde ese instante, no dejamos un momento de fumar, apretando el cigarrillo entre los dedos con sobrada fuerza. Durante media hora, tal vez los mugidos cesaron. Y empezaron de nuevo, mucho más cerca, a intervalos rítmicos.
En la espera angustiosa de cada grito del animal, el monte nos parecía desierto en un vasto silencio; no oíamos nada, con el corazón en suspenso, hasta que no llegaba la pesadilla sonora de ese mugido obstinado rastreando a ras del suelo.

Tras una nueva suspensión, tan terrible como lo contrario, recomenzaron en dirección distinta, precipitados esta vez.

-   Esta sobre nuestro rastro – dijo Juancito. Bajamos la cabeza y no
Nos miramos hasta que fue de día. Durante una hora, los mugidos continuaron, a intervalos fijos, dolorosos, ahogados, sin que una vez se interrumpiera esa monotonía terrible de angustia errante. 

Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa noche que pasamos al lado del fuego sin hablar una palabra, envenenándonos con el cigarrillo, sin dejar de oír el mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y estaba sobre nuestro rastro.

Una hora antes de amanecer cesaron y no los oímos más. Cuando fue de día, nos levantamos; Juancito y Anselmo tenían la cara terrosa, cruzada de pequeñas arrugas. Yo debía estar igual. Llevamos al riacho a los pobres caballos, en un continuo desasosiego toda la noche. Vimos la cierva muerta, pero ahora despedazada y comida.


Durante la hora en que no los oímos, el tigre se había acercado en silencio por el rastro caliente; nos había observado sin cesar, contándonos uno a uno, a quince metros de nosotros. Esa indecisión característica de todos modos en el tigre nos salvó, pero comió la sierva. Cuando pensamos que una hora seguida nos había acechado en silencio, nos sonreímos, mirándonos; ya era de día, por lo menos. 

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